jueves, 25 de agosto de 2016

EL DERECHO A CAMBIAR DE OPINIÓN


Una persona que me quiere bien pero que no tiene ni idea de cómo pienso ni de cómo funciono, me acusaba el otro día, un pelín escandalizada, de no respetar el derecho de la gente a cambiar de opinión en materia ideológica, moral o religiosa, ya que, según dice, tengo una visión enfermiza de la coherencia que me lleva a despreciar cualquier proceso de evolución personal. Esta persona cree que llamo congruencia a lo que no es más que obstinación y que considero –injustamente– veletas sin honor a quienes van adaptando su mentalidad a las circunstancias, a las experiencias vividas y a sus necesidades.

Mi respuesta fue clara y directa. Intenté hacerle ver que esta crítica no tiene fundamento y que siento el máximo respeto por la conciencia de cada cual y, por consiguiente, reconozco la libertad de cualquier individuo para renovar sus ideas y criterios del tipo que sean y con el alcance que considere oportuno, primero porque la adaptación a los cambios sociales, culturales y personales está implícita en la propia naturaleza humana (si no evolucionáramos seríamos enfermos) y segundo porque yo, como cualquiera, he experimentado no pocas mudas en mis puntos de vista y sería de un cinismo vergonzoso hacer reproches a los demás por tal motivo.

Yo a los únicos que critico, y con mucha contundencia además, es a los que se han pasado años y años abanderando públicamente una determinada idea y, de pronto, tras sufrir una transformación, conversión, evolución personal o como queramos llamarlo, tras percatarse –por los motivos que sean– de que vivían en el error, no se conforman con opinar distinto o incluso pasarse a la acera opuesta, sino que se convierten en los más fervorosos adalides de su nueva postura. 

Reconozco, naturalmente, el derecho a cambiar de opinión, pero no el de ser, a lo largo de la vida, cabeza visible, líder, paladín o ferviente activista de diferentes causas diametralmente opuestas entre sí. 

Porque uno puede haber sido católico practicante y después enfriarse su Fe, puede haber votado a la derecha y poco a poco volverse rojillo, haber sido muy revolucionario en su juventud y terminar llevando una vida cómoda y egoísta, o haber estado en contra de las relaciones prematrimoniales y terminar arrejuntado con la más puta del pueblo. Son cosas que pasan, que están al orden del día y de las que poca sangre cabe hacer en plena era de las libertades individuales y teniendo en cuenta la metamorfosis que ha sufrido nuestra sociedad en las últimas décadas. Pero lo que no es de recibo, lo que es un choteo –por no emplear palabras más gruesas– es que un fulano sea el evangelizador oficial de un ideario y se pase cuatro lustros dando el coñazo al personal, friendo a su familia y amigos, ilusionando o engañando a innumerables jóvenes y repartiendo leña a sus enemigos ideológicos, y un día, de repente, lo veamos de promotor, de militante ardiente, de confaloniero de la filosofía contraria. 



A lo que no hay derecho es a pasarse quince años como profesor numerario del Opus, metiéndose en la conciencia de cientos de adolescentes, forzando confesiones y tocando la guitarra en las giras papales y luego reciclarse como ateo y como activista de los derechos del colectivo de Lesbianas, Gays, Bisexuales y Personas Transgénero, con una columna semanal en la revista Zero. A lo que no hay derecho es a ser un fascista genuino en 1941 y arrastrar a miles de españoles a la División Azul y terminar en el 62 liderando el Contubernio de Múnich. A lo que no hay derecho es a encabezar manifestaciones Provida a los veinticinco años, y a los cuarenta y tres ser una famosa abogada feminista que escribe a favor de una ley que permita abortar en las doce primeras semanas de gestación. A lo que no hay derecho es a poner de vuelta y media, allá por los noventa, a las hijas de las vecinas que se iban de vacaciones con el novio, y ahora predicar a todo el mundo que “casarse ya es un atraso, ya no se casa nadie” porque tu hijo viva amancebado.

Cambiar de postura es un derecho, sí, aunque se trate de un cambio radical e independientemente del fervor con el que se hayan venido abrazando anteriores ideales. Pero si uno ha sido notorio baluarte de un determinado credo, si entregó su vida a él y, sobre todo, si su defensa de esas ideas tuvo una dimensión pública o convenció o involucró a mucha gente con ellas, la mínima vergüenza torera aconseja llevar el cambio con la mayor discreción posible, sin bombos ni platillos, limitándose a hablar de las nuevas convicciones en el ámbito de la más estricta intimidad. De lo contrario, muchos podrían pesar que uno es un tarado, un imbécil o un sinvergüenza.

martes, 23 de agosto de 2016

LISTOS Y TONTOS

Si de algo podemos estar seguros es que cuando se asocian para un negocio un tipo muy listo y otro muy tonto, jamás hay buena fe. En todos estos casos, el inteligente solo busca engañar al necio, aprovechándose de su esfuerzo o de su inocencia. No hay excepciones. Es una regla tan simple que la conocen hasta los tontos. Lo malo es que ningún tonto es consciente de serlo.

lunes, 8 de agosto de 2016

PELÍCULAS SOBRE EL VIEJO SUR



El concepto de corrección política se fraguó en los años setenta en Estados Unidos, concretamente por la izquierda de este país, y hoy se supone que Yanquilandia es el máximo referente occidental de esta corrección política, aunque yo pienso que es en Europa, y sobre todo en España, donde hemos dado las vueltas de tuerca más absurdas a este código de control social hasta convertirlo en una suerte de dictadura a ratos humorística y a ratos siniestra. Los gringos, con haberse inventado el tema, no son ni la mitad de gilipollas que nosotros y lo enfocan con mucha más naturalidad. 

Un ejemplo la mar de ilustrativo es el tratamiento que hace el cine de Hollywood del Viejo Sur y, en sentido amplio, de los estados que formaron parte de la Confederación. Cualquier detalle que dé es de sobra conocido por todos. No solo me refiero a la larga retahíla de títulos cinematográficos que abordan directa o indirectamente el tema del racismo o del Ku Klux Klan, donde los tópicos repugnan desde el primer plano, sino a cualquier humilde telefilme costumbrista ambientado en Charlotte, en Richmon o en Atlanta. A nadie se le escapa que los oriundos de esta región de los Estados Unidos son sistemáticamente caricaturizados en el cine como paletos, cerriles, beatos, prejuiciosos y fanáticos que dedican la mayor parte de su tiempo a comer pollo frito y pan de maíz, a faenar con el tractor y, en la versión más benévola, a hacer chistes de negros. Todos recordamos decenas de cintas, desde Arde Mississippi (donde, por cierto, el doblaje de Michael Rooker –ver vídeo– es soberbio) hasta Criadas y señoras, pasando por En el calor de la noche, Porky´s o Tiempo de matar, donde se estigmatiza sin compasión a los pobres sureños, abusando de toda clase de generalizaciones, estereotipos clasistas y manipulaciones históricas. 

Pues bien, yo no tengo ni idea de si los ciudadanos del Sur profundo han protestado alguna vez, pero, si lo han hecho, salta a la vista que les ha servido de poco, pues cada año se siguen estrenando tres o cuatro películas o series de televisión (recordemos la reciente True detective) pobladas de palurdos de Arkansas, Virginia o Mississippi que visten ropa pasada de moda y no paran de comer tocino y de quemar cruces en los jardines. 

Pero intentemos imaginar una situación, no digo igual, pero sí parecida en España. Pongamos por caso que a algún cineasta novel y despistado se le ocurriera rodar una peli profundizando en los usos y costumbres (no siempre refinados) de los pueblos de cien habitantes de Castilla la Vieja, en la estampa de paro y analfabetismo de ciertas comarcas de Extremadura, en la proverbial pereza andaluza o en la forma de entender el ocio de los jóvenes abertzales en el mundo rural guipuzcoano, o "menospreciando" del modo que fuera a los habitantes de cualquier región. Yo estoy seguro de que aunque la película no mintiera, su ambientación fuera verosímil y no se propasase con los lugares comunes, tendría serias dificultades para estrenarse, pues no sé cuántas asociaciones de afectados, alcaldes cabreados, Defensores del Pueblo, politiquillos autonómicos, televisiones de todos los colores, tertulianos radiofónicos, asociaciones vecinales y demás insobornables garantes de la corrección política, habrían linchado al director incluso antes de la presentación de su obra en el más cutre certamen cinematográfico.

viernes, 5 de agosto de 2016

DONALD TRUMP

¿Por qué la prensa llama siempre "el magnate" al candidato republicano a la Casa Blanca?

De Donald Trump tengo muy poco que decir. Hay algunas opiniones del histriónico candidato republicano a la Casa Blanca, descendiente de inmigrantes, que no me parecen mal, y otras muchas con las que estoy en total desacuerdo. Además, como ya he comentado alguna vez, cuando analizo cualquier asunto de política extranjera mi opinión suele ser muy distinta según lo haga desde la óptica de los intereses españoles o me ponga en la piel de los ciudadanos del país en cuestión, en este caso de los estadounidenses.

En todo caso, lo que parece indiscutible es que los medios de comunicación internacionales han orquestado una tendenciosa y machacona campaña en contra de este candidato. Y de toda esta campaña (que no se entiende en ningún medio que aspire a dar una mínima apariencia de objetividad y todavía menos en los mass media no americanos) lo que más me asombra es la insistencia en llamar “magnate” a The Donald. En particular a la prensa española no se le cae este adjetivo de la boca cada vez que se refiere a él. En la mayoría de los informativos, noticias o columnas de opinión elaborados en nuestro país el nombre de Trump aparece recurrentemente precedido por el apelativo “magnate” y, también con muchísima frecuencia, por “multimillonario”.

En mi opinión, no procede en absoluto que la prensa haga explícita y continua referencia a la condición socioeconómica o profesional de un candidato a la presidencia del gobierno de un país. Por supuesto, tengo mis sospechas –por no decir certezas– sobre los motivos por los que a Mr. Donald no dejan de llamarle magnate a todas horas, sin venir a cuento, mientras que del resto de aspirantes al sillón del Despacho Oval no se dice ni pío sobre sus medios de vida, actividades económicas o condición social, empezando por la abnegada esposa Hillary Clinton, a la que los periodistas jamás llaman letrada, pese a su enorme prestigio durante años en el mundo de la abogacía.

Sin duda hay un punto de populismo barato en esta estrategia. Los medios saben muy bien que resaltar insistentemente la condición de multimillonario de un candidato, para más señas conservador, es una de las mejores maneras de desprestigiarlo ante unas masas envenenadas de igualitarismo y bastante predispuestas a repudiar, por pura envidia, a cualquier personaje mediático con una cuenta corriente holgada. Con esto no quiero decir, ni mucho menos, que los negocios, actividades y actitudes de este político en particular me merezcan la menor simpatía, pero estaremos de acuerdo en que, nos caiga mejor o peor, un rico tiene todo el derecho del mundo a presentarse a las elecciones, y en que no parece demasiado normal que las televisiones y los periódicos le apoden “el magnate” y no paren de sacar a colación su fortuna y su poder financiero. Además, lo de magnate, reconozcámoslo, tiene una intencionalidad añadida, pues coloquialmente este término equivale a mafioso.

Y ni que decir tiene que si en vez de un poderoso empresario del sector hotelero y del juego, el cabeza de lista hubiera sido un camionero o un humilde operario de una cadena industrial de montaje, los plumillas de la prensa no solo se habrían abstenido de recalcar este dato, sino que hubieran crucificado a cualquiera que osara llamarle obrero. Cualquier alusión a los orígenes, profesión o nivel cultural de un candidato pobre chocaría con un muro infranqueable de corrección política. El atrevido sería estigmatizado como clasista, elitista y fascista (en el mejor de los casos).

Pero no nos extrañemos. En esta democracia maravillosa, la política y el periodismo son así. Una manipulación, una estafa…  y un puto circo.